Su intención es romper definitivamente los lazos con el pasado, vendiendo todo aquello. Pero su hija intentará convencerlo del valor único de unos terrenos que, de ser vendidos, serían engullidos por la voracidad inmobiliaria. Y, sobre todo, quiere mediar entre su padre y la memoria del hermano difunto que preservó aquel patrimonio. Para ello intentará reconducirlo hasta los testimonios que Antonio fue atesorando y plasmó en las viñetas donde ha esbozado las historias compartidas.
Al hilo de ellas irá rememorando las vivencias infantiles, en las que no faltan los momentos duros, incluso trágicos, de una familia que -como tantas otras en la década de 1950- hubo de emigrar a la ciudad huyendo de los amargos recuerdos de la guerra civil, en busca de una vida mejor. A pesar de su crudeza, y de que le obligan a enfrentarse con el trasfondo más turbio de su adolescencia, esas historias no carecen de humor. Están llenas de vida, de sensaciones a flor de piel y de un seco lirismo. Y le obligan a plantearse si no habrá llegado la hora de reconciliarse con sus orígenes, pasando el testigo a su hija y a un futuro renovado.