Hoy los autocares han bajado muy temprano. No eran aún las nueve y media cuando ya cruzaban las primeras unidades sobre el puente que atraviesa el cauce un poco más acá del cruce, justo donde acaba el río y comienza con su ensanche el estuario. A esa hora tan temprana llegaban sólo dos, pero a lo largo de la gris mañana fueron desfilando lentamente uno tras otro, hasta que a eso de las doce se acabó de completar el cupo cotidiano de cada domingo de verano; cupo que, según la altura de la temporada o la pauta impuesta por ese juez inapelable y caprichoso que es el tiempo, puede alcanzar los treinta y tantos o quedarse simplemente en unos cuantos. Todos los domingos de verano se repite exactamente la misma ceremonia: aparecen allá al fondo sobre el puente, suben por la carretera sinuosa que serpea por la costa al ritmo que le marca el mar y, después de atravesar la villa por su calle principal, van a concentrarse todos a los barrios periféricos del Este; a aquella zona en la que durante tantos metros discurren paralelos carretera y arenal. El ritual es siempre el mismo: vienen de mañana, atraviesan lentamente el pueblo y, a eso de la media tarde, se vuelven a poner en marcha y regresan por el mismo itinerario a sus lugares de partida.El desfile viene siendo para el pueblo una estampa tan habitual, como los grupos de personas yendo a misa en ropa nueva o los coches de los panaderos reclamando a bocinazos compradores para el pan. Siempre igual. Siempre el mismo recorrido de ida y vuelta, siempre la misma variopinta comitiva de autocares de distinto colorido transportando a la clientela a recibir su efímera ración de sol dominical.... Cuando lo hay.
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