Una fuga total es algo de lo que no hay regreso posible; es irreparable porque anula el pasado. Por eso, puesto que yo ya no podía cumplir con las obligaciones que me había impuesto la vida o me había impuesto yo, ¿por qué no romper la cáscara hueca que me había pasado cuatro años fingiendo que rompía? Tenía que seguir siendo escritor porque era mi único medio de vida, pero podía parar todo intento de ser una persona; de ser bueno, justo o generoso. Francis Scott Fitzgerald, 1936
Más que un ataque, un colapso nervioso o un derrumbe emocional para nombrar sólo los sentidos más corrientes que le atribuye el diccionario, el crack-up según Fitzgerald es un verdadero mal de tiempo, y Fitzgerald, vía Edmund Wilson, es el conejillo de indias que la padeció y el escritor-clínico que la descubrió, la bautizó (de ahí que los traductores hayan dejado su nombre intacto) y la describió. Como Sacher Masoch inventó el masoquismo, Scott Fitzgerald inventó el crack-up.
Se trata de una síncopa, una especie de arritmia, una dislocación que compromete no sólo el cuerpo o la salud mental o la cuenta de banco sino la consistencia, la estructura misma del tiempo. Si la narrativa del fracasado es la contracara solidaria de la narrativa del self made man, el crack-up precisamente porque interviene en el tiempo sin formar parte de su estructura postula decididamente otro régimen de relato. Ya no se trata de ascensos y caídas, progresión y desastre, acumulación y pérdida. En el crack-up no hay curvas: hay... un misterio el misterio de lo que sucedió entre dos puntos de una vida. Alan Pauls, 2011.